Como seguramente muchos de ustedes saben, estos últimos dias andan
las organizaciones europeas de consumidores bastante alteradas tras
haberse detectado la presencia de carne de caballo en una serie de
productos elaborados con carne...
picada, desde hamburguesas a raviolis y
lasañas.
El escándalo mediático ha sido mayúsculo: ¡carne de caballo en mi
hamburguesa! Pero la cosa no pasa de ahí, porque el consumo de carne de
equino no tiene el menor riesgo para la salud, salvo que la carne esté
en malas condiciones, en cuyo caso da igual que sea de caballo, de vaca o
de cualquier animal comestible.
Se habla de que el escándalo montado obedece a la trazabilidad (más
bien a su falta) del producto. Pero hay algo más. Y ese algo más es que
al occidental comer carne de caballo nunca le ha parecido una cosa muy
apetecible. Se comió, desde luego, y aún se come; pero a la mayoría de
la gente la idea no le apetece nada.
El caballo fue probablemente la carne básica para nuestros más
lejanos antepasados, según muestran los yacimientos con restos de
caballos y su abundante presencia en las pinturas rupestres (hay más
caballos que bisontes); pero no tardó en ser considerado por el hombre
mucho más que una fuente de proteínas, aunque parece que fue el último
de los grandes herbívoros domesticados.
Pero pronto le puso nombre a cada uno de ellos y ya sabemos que si te
vas a comer un animal es mejor que no le pongas nombre. Fueron sus
compañeros en la batalla, sus ayudantes en la agricultura, sus animales
de tiro, su medio de transporte, protagonistas de espectáculos como las
carreras de cuadrigas.
Cuando no quedó más remedio, se comió: casos extremos, de grandes
hambrunas, largos asedios... en París, durante la Comuna de 1871, se
comieron de sesenta a setenta mil caballos, además de todos los animales
del zoo. Por entonces ya se habían organizado en la ciudad banquetes a
base de carne de caballo; Dumas asistió a uno de ellos y, por lo que
cuenta, no le entusiasmó.
Volvamos atrás. Los romanos no comían caballo (en cambio,
consideraban un manjar los borriquillos). Los bárbaros, caso de los
hunos, sí. Y los asiáticos, como los mongoles, más. De modo que para la
Roma incipientemente cristiana, la hipofagia era cosa de bárbaros, de
salvajes... que, por cierto, tenían las mejores caballerías del mundo...
hasta que la caballería ligera del valí andalusí Al-Gafiki cayó en
Poitiers ante la caballería pesada de Carlos Martel. Y, casualidad o no,
ese mismo año el papa Gregorio III publica una bula en la que prohíbe
el consumo de carne de caballo, por considerarlo propio de paganos e
idólatras.
De modo que, como vemos, hay un montón de razones psicológicas que
justifican esa aversión del hombre occidental por la carne de caballo.
Y, por otro lado, como señala el antropólogo Marvin Harris, referencia
obligada en estos temas de por qué comemos o dejamos de comer un
determinado animal, la de caballo sería la menos rentable de las carnes,
en relación costes-rendimiento. Otra cosa es que sea sana, que lo es.
En fin: lean cuidadosamente la etiqueta con los ingredientes de los
platos preparados que compren; lo digo más que nada por decir, porque
tampoco leyendo la etiqueta se van a enterar de nada, ya que todo son
siglas y abreviaturas. Y, en la duda, compren y muelan ustedes mismos la
carne que vayan a usar para hamburguesas, lasañas y demás. Créanme, es
la mejor manera de estar razonablemente seguros de lo que comemos.
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