24 de marzo de 2013

CONSUMO DE CARNE DE CABALLO

En Europa hay un escándalo por la distribución de hamburguesas hechas con carne de caballo, pero, ¿dónde está el problema?
Como seguramente muchos de ustedes saben, estos últimos dias andan las organizaciones europeas de consumidores bastante alteradas tras haberse detectado la  presencia de carne de caballo en una serie de productos elaborados con carne...
picada, desde hamburguesas a raviolis y lasañas.
El escándalo mediático ha sido mayúsculo: ¡carne de caballo en mi hamburguesa! Pero la cosa no pasa de ahí, porque el consumo de carne de equino no tiene el menor riesgo para la salud, salvo que la carne esté en malas condiciones, en cuyo caso da igual que sea de caballo, de vaca o de cualquier animal comestible.
Se habla de que el escándalo montado obedece a la trazabilidad (más bien a su falta) del producto. Pero hay algo más. Y ese algo más es que al occidental comer carne de caballo nunca le ha parecido una cosa muy apetecible. Se comió, desde luego, y aún se come; pero a la mayoría de la gente la idea no le apetece nada.
El caballo fue probablemente la carne básica para nuestros más lejanos antepasados, según muestran los yacimientos con restos de caballos y su abundante presencia en las pinturas rupestres (hay más caballos que bisontes); pero no tardó en ser considerado por el hombre mucho más que una fuente de proteínas, aunque parece que fue el último de los grandes herbívoros domesticados.
Pero pronto le puso nombre a cada uno de ellos y ya sabemos que si te vas a comer un animal es mejor que no le pongas nombre. Fueron sus compañeros en la batalla, sus ayudantes en la agricultura, sus animales de tiro, su medio de transporte, protagonistas de espectáculos como las carreras de cuadrigas.
Cuando no quedó más remedio, se comió: casos extremos, de grandes hambrunas, largos asedios... en París, durante la Comuna de 1871, se comieron de sesenta a setenta mil caballos, además de todos los animales del zoo. Por entonces ya se habían organizado en la ciudad banquetes a base de carne de caballo; Dumas asistió a uno de ellos y, por lo que cuenta, no le entusiasmó.
Volvamos atrás. Los romanos no comían caballo (en cambio, consideraban un manjar los borriquillos). Los bárbaros, caso de los hunos, sí. Y los asiáticos, como los mongoles, más. De modo que para la Roma incipientemente cristiana, la hipofagia era cosa de bárbaros, de salvajes... que, por cierto, tenían las mejores caballerías del mundo... hasta que la caballería ligera del valí andalusí Al-Gafiki cayó en Poitiers ante la caballería pesada de Carlos Martel. Y, casualidad o no, ese mismo año el papa Gregorio III publica una bula en la que prohíbe el consumo de carne de caballo, por considerarlo propio de paganos e idólatras.
De modo que, como vemos, hay un montón de razones psicológicas que justifican esa aversión del hombre occidental por la carne de caballo. Y, por otro lado, como señala el antropólogo Marvin Harris, referencia obligada en estos temas de por qué comemos o dejamos de comer un determinado animal, la de caballo sería la menos rentable de las carnes, en relación costes-rendimiento. Otra cosa es que sea sana, que lo es.
En fin: lean cuidadosamente la etiqueta con los ingredientes de los platos preparados que compren; lo digo más que nada por decir, porque tampoco leyendo la etiqueta se van a enterar de nada, ya que todo son siglas y abreviaturas. Y, en la duda, compren y muelan ustedes mismos la carne que vayan a usar para hamburguesas, lasañas y demás. Créanme, es la mejor manera de estar razonablemente seguros de lo que comemos.

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